La independencia de Cataluña


La democracia supone ciertamente que no se puede retener a un pueblo por la fuerza, pero la democracia exige también unas reglas sólidas y claras que, respetando el derecho existente, permitan que se encuentre una solución justa para todos. En efecto, en un régimen democrático hay pocas decisiones tan graves, como la de separar un país, o, lo que es lo mismo,  la de establecer fronteras internacionales entre conciudadanos, e incluso entre familias, pues, en definitiva, toda secesión es una quiebra de la solidaridad.
España, sin tener que acudir al precedente de  los iberos, visigodos, o a los mismos  romanos, es una Nación unitaria desde hace al menos cinco siglos, y tiene detrás una de las historias más fecundas entre todos los pueblos del mundo, la cual ha sido escrita por españoles de todas las regiones que la componen. Por lo tanto, intentar romper esta unidad secular, en los comienzos del siglo XXI, sólo se comprendería por una razón muy grave, pues la secesión es uno de esos factores que puede hundir a los pueblos más tolerantes en la máxima intolerancia. ¿Significa, entonces, que hay que deducir que la secesión no se puede considerar un derecho en la democracia, siéndolo únicamente, según el Derecho Internacional, para los pueblos colonizados?  Sin negar, por tanto, la enorme gravedad  del hecho de  querer escindir el territorio de un Estado,   se debe reconocer, sin embargo, que tal posibilidad solo resulta posible cuándo existan razones de mucha entidad, cuándo se dé una casi unanimidad entre los ciudadanos, y, finalmente, cuándo se respete la legalidad vigente.              
En todo caso, como digo, es necesario para admitir la separación, que existan unas razones legítimas, basadas en argumentos de mucho peso, y no en el mero capricho de unos gobernantes deseosos de un poder, que les permita sentirse igualados respecto de los dirigentes de otras naciones.
En la situación actual, al socaire del eco que ha significado la última y multitudinaria Diada, se afirma que es la mayoría del pueblo catalán quien desea la independencia. Lo cual, aun suponiendo que fuese cierto - que no lo es -, nos indica al menos que en el espacio de tiempo de los últimos ocho años, según todas las encuestas, unas más fiables que otras, ha aumentado el número de los catalanes que se sienten solo catalanes, aunque todavía parece que sean mayoría los que se consideran a la vez españoles y catalanes. Claro está que, al margen de la fiabilidad de las encuestas, no se debe olvidar, que por las razones que sean, en Cataluña los medios de comunicación de masas siempre dirigen sus veletas en la dirección que marca la Generalitat. Pero incluso aun reconociendo que ha aumentado el número de catalanes que están a favor de la independencia, es muy probable que las razones de ello se deba al desastre de las dos legislaturas del Presidente Zapatero, que, por decirlo así, no solo ha  arruinado  a los catalanes, sino también a los españoles en general. De este modo, resultaría extraño que los españoles de Murcia, por ejemplo, quisieran separarse de España a causa del fracaso de los Gobiernos de los últimos ocho años. Por otra parte,  muchos integrantes de la sociedad catalana, afirman que su distanciamiento de España se explica especialmente,  diciendo eso de "si no nos quieren, nos vamos", o también por la matraca de que "nos vamos, porque nos roban".
Por consiguiente, como ambas afirmaciones carecen de validez científica, no se ve en el horizonte ninguna razón sólida que explique su descontento actual, si no es la herencia desastrosa de los Gobiernos socialistas de Zapatero, a la que hay que añadir también, indudablemente, en el ámbito propio de Cataluña,  la dejada por el Tripartito y por el Gobierno de CiU. En definitiva, este descontento coyuntural no representa una razón suficiente y legítima para recurrir a la dramática solución de la independencia.
En el artículo 28 de la Constitución francesa de 1793, se afirma que "un pueblo siempre tiene el derecho de revisar, de reformar y de cambiar su Constitución. Una generación no puede imponer sus leyes a las generaciones futuras". Pues bien, semejante disposición es absolutamente certera, y de ahí que una de las razones de las reformas de las Constituciones, sea la de hacer participar a las generaciones sucesivas en esas modificaciones, para hacerlas de este modo copartícipes de las mismas. Así las cosas, este tipo de razonamiento nos indica que se podría argüir otro semejante, pero en el sentido de que si una generación decide separarse de la nación a la que pertenece desde hace siglos, está traicionando no solo a los que la integraron secularmente, sino que están tomando asimismo una decisión que va a afectar a las generaciones venideras, lo cual es sumamente grave, porque aquí no hay vuelta a atrás o posibles reformas, como ocurre en el caso de las Constituciones.
De este modo, hay que recordar que Cataluña en 1978 fue una de las regiones españolas en las que más se votó a la Constitución. Por lo tanto, la opinión del Presidente Mas de que en una democracia la voluntad del pueblo, en este caso el catalán, expresada directamente o a través de sus representantes, no puede ser impedida por el corsé constitucional, es enormemente peligrosa. En efecto, semejante afirmación es echar por tierra la propia naturaleza del Estado de Derecho, que se basa en el respeto a la jerarquía de las normas, empezando por la primera de ellas. Cuando se reivindica  una Constitución, lo que se pretende es someter a los representantes políticos a reglas de conducta y a principios de decisión,  que han sido definidos no por ellos sino por otros sujetos, esto es, por los que integran el pueblo soberano. Este, en su conjunto nacional, expresa su voluntad suprema en la Constitución y no en la Ley, que es la expresión de la voluntad de sus representantes.
Es sorprendente, por tanto, como algún profesor de Derecho Constitucional, ha llegado a afirmar que si para respetar la voluntad del pueblo, catalán por supuesto, hay que saltar por encima de la Constitución, no hay más remedio que hacerlo. Con ello se está socavando  la lucha de varios  siglos por la creación del Estado de Derecho. De ahí que haya pocas cosas más peligrosas en una democracia, que un Gobierno que se sitúa por encima de la Constitución y de las leyes, mientras que, sin embargo, sigue exigiendo obediencia a sus ciudadanos.

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