Caballo de Troya?

Es indiscutible que, en mayo pasado, Josep Antoni Duran Lleida ganó el 25º congreso de Unió Democràtica de Catalunya (UDC) —proyectando así su liderazgo orgánico hasta 2016, más allá de las marcas alcanzadas por Jordi Pujol o Felipe González— con un planteamiento distante y lleno de reticencias hacia el independentismo. En su informe de gestión, el de Alcampell recordaba que el compromiso electoral de CiU era el pacto fiscal, sostenía que, de haber sido la independencia, “no habríamos ganado las elecciones” —las de 2010—, rechazaba “que Cataluña sólo tenga dos vías: o la independencia o la pérdida gradual de la catalanidad” y proponía a Unió la insumisión frente a "la estrategia de CDC (…) de crear un Estado catalán".
La ponencia política por él inspirada iba en la misma dirección: no “dividir el país en función de cuál sea el horizonte nacional de cada uno”, y apelaciones al “confederalismo fundacional” de UDC como “marco idóneo para la expresión de nuestra soberanía”.
Sin embargo, a la vuelta del verano, la eclosión ciudadana del 11 de Septiembre y el rechazo de Rajoy a debatir el pacto fiscal aceleraron la agenda política. Ante el nuevo escenario, Duran disponía de varias opciones. Él, que todavía en mayo se vanagloriaba de “la complicidad entre Artur Mas y yo mismo” (“no hay ninguna decisión importante que se haya tomado en Cataluña o en Madrid sin que la hayamos compartido ambos”), podía haber convencido al presidente de no avanzar las elecciones ni apostar por el Estado propio.
Duran suscribió sin voto particular alguno el programa electoral de CiU, que propugnaba rotundamente “conseguir un Estado propio en el marco europeo”
En caso contrario, tenía la posibilidad de romper la federación y concurrir en solitario a las urnas, lo cual habría ampliado el abanico de fórmulas a disposición del elector (independentismo, autodeterminismo, confederalismo, federalismo, unionismo…), hubiera clarificado de una buena vez cuántos votantes propios tiene Unió, y hubiese detraído a Convergència cierto número de sufragios, claro, aunque seguramente menos de los que le restaron la ambigüedad y la tibieza de Duran en las semanas previas al 25-N.
El caso es que el líder socialcristiano suscribió sin voto particular alguno un programa electoral, el de CiU, que propugnaba rotundamente “conseguir un Estado propio en el marco europeo”… y luego, durante la campaña electoral, se dedicó a sembrar dudas y reservas sobre la viabilidad de tal apuesta. ¿Por pura vocación de saboteador, de quintacolumnista…? ¿Para conservar la presidencia de la Comisión de Exteriores del Congreso y el consiguiente pasaporte diplomático…? Acerca de sus intenciones, el propio Duran Lleida dio alguna pista en una anotación de su blog con fecha 28 de noviembre, tres días después de la jornada electoral: “Sé lo que estoy haciendo y lo que puedo hacer, y lo que hubiese sucedido o sucedería de no estar”.
Y bien, ¿qué pretende Duran? De las crípticas palabras citadas cabe deducir que intenta ejercer, dentro de la federación, de contrapunto moderado y de contrapeso moderador al “radicalismo” de los convergentes, y venderse como tal a sectores empresariales y otros paladines del statu quo. Era una receta plausible y válida para los tiempos del pujolismo —aunque el propio Pujol se bastaba para ejercer a la vez de autonomista y de abertzale según el momento—, pero es un papel muy, muy problemático en el nuevo estadio de la relación Cataluña-España (el que ilustra el ministro Wert, para entendernos), pues fácilmente puede hacer de él un Quisling en Barcelona y un “separatista por asentimiento” en Madrid.
De cualquier modo, si Duran Lleida especula con la posibilidad de ser el recambio de un Artur Mas carbonizado (dándole la vuelta al envite sucesorio que perdió en 2001), debería saber que, ni siquiera en la más catastrófica de las hipótesis, el universo socioelectoral convergente le aceptaría a él como líder. Y si confía en la gratitud del Estado español por su papel de freno al independentismo, le convendría recordar los versos de Calderón de la Barca en el acto tercero de La vida es sueño: “que el traidor no es menester, siendo la traición pasada”.
Joan B. Culla i Clarà es historiador

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