Recuperar la amistad y la concordia

Mi libro del 2013 Qué hacer con España comienza con un extenso ensayo sobre el trinomio liberté, égalité, fraternité, que enmarca la vida de quienes vivimos en la civilización occidental. Los dos primeros términos de la tríada pertenecen a la esfera pública y cimentan el concepto de ciudadanía, mientras que el tercero pertenece a la esfera privada y cimenta la democracia. La libertad y la igualdad son derechos que pueden garantizarse por ley, cosa que no puede hacerse con la fraternidad, que es una obligación moral que no es legalmente exigible. Libertad e igualdad son conceptos históricos que, en su acepción actual, surgen de la Ilustración. La fraternidad, como la abnegación o la solidaridad, entre otras virtudes morales, no es un producto de la historia sino que ha estado presente de forma similar en todas las civilizaciones que ha conocido la Humanidad.
La fraternidad cimenta la identidad colectiva necesaria en toda nación y marca los límites físicos de la democracia. Para que ésta pueda funcionar, como señaló Aristóteles, hace falta que exista entre los ciudadanos una amistad civil basada en unos principios compartidos, en un respeto y en un afecto mutuos que hagan posible la concordia. Sólo así, en concordia, puede funcionar la democracia porque es un sistema de gobierno que supone que la minoría aceptará las decisiones de la mayoría como válidas para todo el colectivo y que la mayoría respetará a la minoría no transgrediendo los límites marcados por la amistad civil aristotélica. Un sistema político que cumpla una sola de estas dos condiciones no puede llamarse una democracia: se tienen que cumplir las dos. Repito: las dos.
En los últimos años, la confrontación política en Cataluña ha puesto de manifiesto que la in­dependencia no estaba, ni está, entre los principios compartidos por el demos catalán. A pesar de ello, una parte de los catalanes que no es ni tan siquiera mayo­ritaria ha emprendido una fuga hacia adelante para conseguirla, recurriendo incluso a métodos insurreccionales. Como consecuencia, la segunda condición enunciada en el párrafo anterior ha dejado de cumplirse y la democracia catalana ha sufrido un trágico deterioro. La fraternidad se ha puesto en la almoneda y los catalanes se han sumido en la discordia porque se ha destruido la base de la amistad civil aristoté­lica. La sociedad catalana se ha dividido en dos mitades que, políticamente, tienen muy poco que decirse y la capacidad de autogobierno, de la que tan orgullosos nos sentimos los catalanes, se ha reducido drásticamente en todos los niveles de la Administración por la parálisis y polarización que provoca el proceso independentista, que ha terminado por impregnarlo todo. La quiebra de la fraternidad, como no podía ser de otra manera, ha afectado negativamente a la libertad de elección identitaria y, sobre todo, a la igualdad de poder elegir sin temor, es decir, a los derechos básicos que configuran la ciudadanía.
Esta situación lamentable se desenvuelve en un momento clave de la política española. Por primera vez desde 1978 se abre una oportunidad para proceder a una refundación de carácter regeneracionista del actual régimen político. Esta oportunidad surge, en palabras de Antoni Puigverd publicadas hace poco en estas páginas, del “empate de impotencias” en el que ha resultado el 20-D, empate que resulta similar al que dio lugar a la Transición. Por primera vez se abre la oportunidad de articular un consenso –ese conjunto de concesiones y renuncias mutuas, como dijo Miquel Roca– que afronte la corrupción sistémica, los problemas estructurales del mercado laboral, la baja calidad del sistema educativo y la crisis de la organización territorial del Estado. Una Catalunya en discordia, con sus instituciones autonómicas dedicadas a propiciar el “cuanto peor, mejor” en España para conseguir la independencia a cualquier coste es un obstáculo formidable para que esta refundación regeneracionista pueda tener lugar. Y si no tiene lugar, los perjudicados serán todos los españoles, catalanes incluidos.
Las elecciones del 27-S resultaron en otro empate de impotencias mal disimulado por la investidura in extremis de Puigdemont. Es urgente recuperar la amistad y la concordia en Catalunya. ¿Cómo? Pues como siempre, con renuncias y concesiones mutuas que permitan articular un consenso para reparar la avería democrática generada en los últimos años. Esto quiere decir, en primer lugar, que debe incorporarse a los principios compartidos del demos que el independentismo es una opción política legítima. En segundo lugar debe incorporarse también que la independencia no puede conseguirse por métodos insurreccionales sino que, en su caso, requeriría de la articulación de amplios consensos tanto en Catalunya como en el resto de España. No pueden cambiarse los principios compartidos con la mitad más uno de los votos sino que deberían exigirse mayorías muy cualificadas, como las que se piden para cambiar el actual Estatut, por ejemplo. En tercer lugar debe incorporarse la legitimidad de optar por cualquier otro encaje institucional de Catalunya en España, con las mismas condiciones de procedimiento. Conseguir este consenso requerirá esfuerzos prolongados, pero cuanto más se tarde en empezar más se tardará en conseguirlo.
Hubo un tiempo en el que en Catalunya existía una sociedad civil que era el soporte de las ­opciones políticas intermedias entre el independentismo ul­tramontano y el anticatalanismo visceral. Ahora, anestesiada por la subvención pública y desaparecida o silente, se la echa mucho de menos porque el espacio entre los polos radicales se ha des­poblado. De su resurgimiento ­depende en buena parte la recuperación de la amistad y la concordia.
fuentes http://www.lavanguardia.com/politica/20160117/301457380960/recuperar-la-amistad-y-la-concordia.html

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